Noviembre de 2007

“…Nada se halla tan oculto que no vaya a ser descubierto, nada escondido que no deba ser conocido. Por eso, todo lo que digan a oscuras será oído de día claro; y lo que digan al oído, en los lugares más retirados, será proclamado sobre los tejados. Yo les digo a ustedes, amigos míos: No teman a los que matan el cuerpo y en seguida no puedan hacer nada más. Yo les voy a mostrar a quién deben temer: teman al que, después de quitarle a uno la vida, tiene poder de echarlo al infierno, créanme que a ése deben temer…” (Lc. 12, 2-5)

Desde hace varios días atrás he tenido esa sensación de volver a ver la sonrisa enamorada de la muerte merodeando por cada esquina de mi casa; es igual como sentí en el mes de noviembre de 2003 y en agosto de 2004. Conozco ese olor, ese viento que trae los últimos días de vida de una persona querida.

Crecí y actualmente vivo en Santa Rosa de Copán. Lo poco y sencillo que pueda tener con auténtica relevancia y significación para mí, en la casa y en la ciudad en la que siempre mi familia y yo hemos habitado, es que estoy radicada en la casa, que más que por los materiales y los objetos que la configuran, está hecha del amor de los que en ella han habitado y actualmente habitamos.

En mis cortos años de vida me he hecho muchas preguntas. Muy pocas de ellas han tenido una clara respuesta. Y seguramente en mi historia personal nacerán y morirán muchas preguntas más sin respuesta. Lo más seguro es que con el paso de los años mis preguntas solamente se transformen de un por qué a un quién; supongo que así funcionan mis intuiciones. En todo caso habré ganado un pasado con experiencia que se suma a mis indagaciones sobre mi origen y el sentido de mi identidad familiar.

Desde noviembre de 2003 mi familia y yo nos hacemos una pregunta que se ha vuelto cotidiana desde entonces – ¿Por qué lo mataron? ¿Quién lo mató? –  preguntas que significan la ausencia corporal de German Rivas, mi tío. Significa el agujero en el tejido de mi familia. Noviembre 26 de 2003 es un tiempo y un espacio concreto. Pero hay datos que nos faltan para cerrar ese agujero, o tal vez significaría hacerlo más grande. ¿Quién fue la persona que en ese punto de ese tiempo concreto asesinó a German Rivas? ¿QUIÉN LO ASESINÓ? Sigue siendo una pregunta sin respuesta que incluye la destrucción de la organización de mi familia.

Alguien impidió que lo tuviéramos físicamente entre nosotros. Desde aquella fecha hemos luchado. Mi familia y yo no nos hemos quedado estancados en lo negativo como pretendían aquellos que se las ingeniaron para planear su muerte; que por cierto, a los autores materiales e intelectuales de la muerte de mi tío no les diré más que el epígrafe mismo de este escrito, el que tenga oídos que lo escuche, el que tenga ojos que lo vea.

Por un tiempo me instalé en lo que quedaba: profunda tristeza, vacíos, opiniones que formulaban algunas personas; algunas con sincero cariño y apoyo; otras formuladas con morbosidad, otras con curiosidad, otras, incluso, por cultura general porque es parte de la historia y la leyenda del pueblo. De igual manera a todos se les agradece su preocupación porque son expresiones y muestras de cariño y de la cultura misma que no podemos evitar. Y después de cuatro años no se puede decir que lo que queda desde aquella fecha es nada. Yo me he dedicado desde entonces a recoger los fragmentos mutilados de recuerdos de mi tío, también los de mi madre, Carmen Aurora. He regenerado sueños y aprovecho esas realidades flotantes que han quedado para decir todo esto. Considérese pues este escrito como una catarsis personal.
 
¡Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!
“Los heraldos negros”
César Vallejo

El 10 de agosto de 2004, no sólo no teníamos entre nosotros a mi tío German, sino que dejamos de tener también a mi madre. El sentido de las cosas que nos rodeaban después de sus muertes ya no era igual. Cómo era posible que el resto de las personas siguieran el curso normal de su vida y nosotros aquí con este dolor, sin ellos. Daríamos todo a cambio de recuperar la cercanía de estos seres queridos.

A partir de la muerte de mi tío y de mi madre practico con mayor fervor mi religión Católica y allí encuentro verdadero consuelo y explicación a mis dolores. Sin embargo, también quise buscar algunas explicaciones humanas sobre la muerte y por esta razón recordé las lecciones de filosofía del Dr. Antonio Gallo, S.J., de la Universidad Rafael Landívar de Guatemala, cuando citó en uno de sus cursos a Epicteto: “el origen del pensar filosófico es percatarse de la propia debilidad e impotencia del ser humano”.

Declaro ser una mujer profunda y extremadamente necesitada. Soy una mujer que busca respuestas y por esa razón quiero emprender este doloroso viaje para recuperar en los sueños y en los recuerdos cada uno de aquellos abrazos y comprensiones de parte de mi tío German y de mi madre.

Cuántas veces, en vida de mi madre, cuando no encontraba explicaciones a los sinsentidos que me pasaban en la adolescencia, me desesperaba, me angustiaba, e iba a un cuaderno y escribía cualquier tontería y esta terminaba siendo siempre mi salvación, y me reconciliaba con la vida, y volvía a ser feliz.

Pero murió mi tío, murió mi madre, y por primera vez, no me liberé del dolor al escribir un párrafo, las respuestas no estaban allí, me sentía débil e impotente como el resto de los miembros de mi familia. El escritor italiano Pavese dijo que al sufrir aprendemos una alquimia que transfigura en oro al barro, la desdicha en privilegio. Pero la ausencia de German y Carmen Aurora es irreparable. Parafraseando a Ernesto Sábato: en mi familia sentimos a pleno límite el límite de la vida y el dolor ha detenido el tiempo en un ardor eterno.

Precisamente porque recuerdo con mucho cariño al Padre Gallo, y entre otros cursos que llevé con él recuerdo muy especialmente el de Metafísica, hace poco volví a leer al filósofo alemán Karl Jaspers en donde dice que “hay en las situaciones límite un impulso fundamental que mueve a encontrar en el fracaso el camino que lleva al ser”, y también “que la forma en que experimenta su fracaso es lo que determina en qué acabará el hombre.”

Se ha quebrado en dos la historia de mi vida y la de mi familia. Ya no somos los mismos desde entonces, nos hemos convertido en seres que necesitamos recuperar sus abrazos y sobre todo, queremos justicia por aquella muerte brutal que le dieron a mi tío.

 
…De más está que diga que yo haré el mismo viaje,
que nada se pierde en la nada,
que tú eres eminentemente cierta,
que estás a flor de piel en las cosas
con tus días y tus noches inolvidables… 
Ahora es que he crecido Madre
Clementina Suárez

La muerte es un desgarramiento, una ruptura del ser. Hay algo en los seres humanos que muere y algo que no, y lo que no se extingue queda sin un cuerpo. El filósofo Leonardo Polo lo expresa así: “Tomás de Aquino advierte que al alma no le viene bien quedarse sola; eso sugiere otro asunto: la resurrección de la carne…”

Algunas personas piensan que la muerte es un hecho de negación total de la existencia, como ocurre con los animales: cuando se muere uno, se muere todo. Esta idea negativa sobre la muerte viene de mucho antes del cristianismo, es una idea platónica. Platón afirmaba que el alma es sólo una idea en sí, si muere el cuerpo, la idea de alma también.

Aquella noche del 26 de noviembre de 2003, las instituciones competentes declararon la muerte por homicidio de German. La noche del 10 de agosto de 2004, un médico del Hospital Mario Catarino Rivas anunció la muerte por derrame cerebral de Carmen Aurora. Sin embargo, se dio a conocer la muerte de ellos como un acontecimiento biológico terminal. Había ausencia de latidos cardíacos en el cuerpo de German, ya no había más que interpretar en el electroencefalograma de mi madre. Es evidente que la muerte de ellos no sólo significa el fin de un hecho biológico.

En la cultura china, los muertos siguen perteneciendo a la sociedad. En nuestro caso, en el mundo occidental, enfrentamos la muerte con ciertos cultos para que nuestros seres queridos no caigan en el olvido de los supervivientes, tal como lo expresa el filósofo Leonardo Polo: …las generaciones siguientes no son posibles sin las anteriores; en este sentido tienen una deuda con ellas. El culto y el respeto a los muertos, el que los muertos pervivan de acuerdo con un estatuto social, tiene también que ver con el honor: los méritos sobreviven en forma de fama… 

Seguramente, muchos miembros de la sociedad de Santa Rosa de Copán y de Honduras ya dejaron en el olvido a German, no digamos las instituciones que prefirieron callar y nunca más referirse al motivo o causa del asesinato de German.

El único lugar que nunca olvida a German y a Carmen Aurora, y el único lugar donde perviven es en nuestra familia. Mataron a German, pero para que German muera totalmente tendrían que matar a todos los miembros de la familia. Si nuestra familia se debilita, el sentido de la supervivencia social de nuestros seres queridos se debilita también. Por eso, aquí estoy, aquí estamos toda la familia recordando a German y Carmen Aurora, diciendo con alegría que sus almas viven.
 

“… Me admiraba de que los demás hombres vivieran, porque había muerto aquel que había amado, como si no hubiera de morir (quasi non moriturum). Y me admiraba, aún más, de que yo viviera, una vez muerto él, porque yo era para  él otro-yo. Bien dijo alguien de su amigo: la mitad de mi alma. Porque yo sentí que mi alma y su alma habían sido una sola alma en dos cuerpos…”
Libro IV de las Confesiones
San Agustín

Aquella tarde, el día que enterramos a tío German, cayó una leve llovizna y mi mamá dijo que aquellas eran gotas de bendición acompañadas de algunos rayos de sol que iluminaron las primeras horas de la tarde cuando nos dirigíamos hacia la iglesia.

Cómo explicar aquellos lamentos, los gritos de dolor de cada uno de mis primos, padres, hermanos, tíos, cada pariente y sobre todo el dolor de mi abuela, de mi tía Rocío y de mi madre. Cómo es posible resumir la vida de una persona en ese instante en el que el cuerpo sin vida se entierra y nunca le volvemos a ver. Mi madre gritaba: ¡German, German¡ y limpiaba sus propias lágrimas en el vidrio del cajón. Cómo deseaba tener un poco de fe en esos momentos para que mi tío resucitara y recordaba el milagro que Jesús hizo con su amigo Lázaro.

La tarde que enterramos a mi madre hacía un atardecer de agosto espléndido. Había una caída de sol naranja que nos iluminaba, curiosamente también cayó una leve llovizna en día de pleno sol y calor. Cómo es posible que diga que el día que enterramos a mi mamá hizo un atardecer hermoso, cómo es que ahora mismo tengo fuerzas para escribir estas líneas. Personalmente, debo decir que no sé exactamente porqué mis hermanos, mi papá y yo estábamos inundados de una serenidad inexplicable. Debo confesar que lloré muy poco en ese preciso momento en que estábamos enterrando a mi mamá. Sí, sentía que a mí misma me estaban enterrando con ella, una parte de mi vida se iba con ella, pero en el fondo había paz.

A mi corta edad he vivido ya dos escenas en torno a tragedias de familia y quizás en esos momentos cada uno de mis familiares se preguntaba (tal vez solamente con la mirada): ¿Vive todavía? Todo aquello significaba el fin, pero, ¿El fin de qué exactamente?

Cito nuevamente al filósofo Leonardo Polo porque considero que ayudará a esclarecer esta complicada situación: la teoría muestra que en el hombre hay algo inmortal. No todo en el hombre muere, sino que en él hay una parte inmaterial. Pero entonces, lo que muere sería lo corpóreo, lo sensible… Es una manera desenfocada de ver el asunto: se muere el hombre, y no sólo su parte sensible, porque esa parte es tan de uno como la inmortal, o como el uno que uno es…

Soma-sema decía Platón, este cuerpo no es una tumba, la verdadera vida es la liberación del cuerpo. Que el alma sea inmortal no significa que el hombre sea inmortal. Lo mortal es el hombre, salvo que se reduzca a ser sólo alma. El hombre no es sólo alma, ni sólo cuerpo, sino su unión radical y la muerte es la desintegración de esa unidad.

Como soy de carne y hueso, el alma es lo que hace posible mi existencia en este mundo. Porque soy de carne y hueso puedo tener sentimientos, esto es, éticamente libre respecto del cuerpo, es una abierta renuncia a lo simbólico.
 

Óleo de una familia 

María Luz Morales San Martín de Rivas es mi abuela materna, madre de Carmen Aurora, German Antonio y Rocío. Mi abuela es la menor de 12 hijos del matrimonio de Jesús Morales Villamil y Mariana San Martín Casaca.

Actualmente, mi abuela Luz  – Bingui como le llamamos cariñosamente en la familia –  es la cabecera de nuestra familia, la matriarca, porque venimos de una familia en donde han predominado las mujeres. Ella representa el calor de hogar, la unidad y la fortaleza de la familia.

Bingui agoniza cada día y un poco más en su cama. Allí, entre sus sábanas acomoda los recuerdos de una familia grande que poco a poco fue reduciéndose. La piel de la Bingui tiene las marcas de los dolores, del trabajo intenso por sus tres hijos, guarda esperanzas y sobre todo, cada una de las alegrías que le trajo la vida.

Cómo me duele verla allí, en su cama, descompuesta, su boca llena de tormentos por los dolores que le dejó la injusta muerte de German, la repentina muerte de Carmen Aurora, el dolor por ver a Rocío que sufre por la pérdida de sus hermanos, también porque ve el sufrimiento de todos los miembros de la familia. “¿Por qué guardar silencio? ¿Por qué esconden la verdad? ya que a mí me duele que se hayan muerto mis hijos sin deberle nada a nadie, porque además de matarlo a él, también mataron a mi hija Carmen Aurora Rivas Morales de Cruz ya que padecía de alta presión y no pudo soportarlo, y a mí poco a poco me están llevando al cementerio también.” Así lo expresó la Bingui en una carta que publicó a un año de la muerte de tío German.

Cada día trato de ignorar su dolor y trato de alegrarle los días con detalles para devolverle aquello que nos dio cuando mis hermanos y yo estábamos pequeños, porque ellos y yo crecimos con dos madres, afortunadamente.

La imagen que tengo de la Bingui es de intensa alegría: sus juegos, sus canciones, sus regalos. Las piñatas y las fiestas familiares giraban en torno a las comidas que ella preparaba. El rito de las comidas de familia, cuando ella las preparaba era el más claro signo de nuestra unidad, del sabor que ella ponía y cambiaban el sentido de las cosas.

Le veo detrás de su máquina de coser, le veo haciendo los cotidianos oficios de casa, le veo rezando, recuerdo su profundo amor a Dios y a la Santísima Virgen María.

Durante mucho tiempo, mi abuela vivió en casa de mis padres, con mis hermanos y conmigo, luego se trasladó a su casa, a tres cuadras de la nuestra. Cada tarde, mis primos, mi hermana y yo esperábamos parados en la esquina de nuestra casa a que la Bingui cruzara la esquina próxima y cuando aparecía siembre llevaba su bolsa grande color café, nosotros corríamos al encuentro.

En su bolsa llevaba bananos y güisquiles de su huerta, golosinas para nosotros, sus libros religiosos y su libreta de ahorros con su cédula “por cualquier emergencia”, como ella misma decía. Las llaves de su casa siempre estaban en el lugar más seguro de la cartera porque siempre temía perderlas. Al final, siempre había una escena en la que ella pensaba que las llaves se le habían perdido de una vez y para siempre. Esto sucedía todos los días por la tarde.

Algunas veces la Bingui llevaba los ánimos de hacer hojuelas. De acuerdo a lo que contaba tío German y mi mamá, este era un rito tradicional de las tardes que sucedía en la tienda que tuvo mi abuela en la Calle Centenario, donde hoy es la entrada al Pasaje Reyes. Allí terminaron de crecer Rocío y German. Mi mamá ya estaba en el colegio y para entonces su papel era el de hermana mayor.

Mi abuelo materno, Gilberto Antonio Rivas, se fue a Estados Unidos a trabajar cuando tío German era aún muy pequeño. En aquel tiempo empezaba la ilusión del sueño americano y se fueron las primeras generaciones de latinos a trabajar allá. Mi abuela lo esperó durante más de 30 años y un día de 1992 el abuelo regresó a casa, cuando mi primo German Antonio y yo, que éramos los menores en ese entonces, teníamos 8 años. Tengo escenas de los últimos días de mi abuelo viviendo con la Bingui. Los jueves, en radio Santa Bárbara daban programación de música del recuerdo, y mi abuelo ponía la música a volumen considerablemente alto y bailaban debajo de los palos de naranjas de la casa de la Bingui.

Mi abuela vivió momentos trágicos y difíciles desde su infancia; ella vio morir y enterró a diez de sus hermanos, a sus padres, tíos, primos, abuelos, a su esposo, y ahora también a sus hijos. Algunos de los familiares murieron por enfermedades de origen genético, de forma trágica como su hermano el Dr. Inf. Ezequiel Morales que murió trágicamente en Nicaragua y otras murieron hasta con tintes de sentido poético: murieron de amor; otros murieron por su avanzada edad, pero sólo uno en la familia ha muerto asesinado e injustamente: German Antonio Rivas.
 

A manera de conclusión

Quiero terminar este homenaje a German y Carmen Aurora con una conclusión que agregué a un breve estudio que hice sobre la poesía del peruano César Vallejo, la versión completa fue publicada en la colección Leo-Pienso-Opino de Editorial Promesa de Costa Rica.

Cuando escribí este ensayo, pensaba en los escritos de Vallejo, por supuesto, pero atreverme a dar una explicación de lo que significa el dolor y el sufrimiento para mí es el resultado de un largo proceso de maduración de las heridas que ha dejado la muerte de mi tío y de mi mamá. Hoy lo comparto con la esperanza de ayudar a otras personas que sufren experiencias similares:

El sentido del dolor

Desde Sófocles, encontramos en sus tragedias, cantos a sufrimientos sin esperanzas. Así se ve la vida allí: un lugar de dolor que sólo puede dar paso a más dolor.

La tradición bíblica, específicamente el libro de Job, no es mucho más optimista. Allí constatamos que el dolor y el sufrimiento, la tristeza y el miedo, son compañeros inevitables de la vida humana. “Precisamente porque Job tiene razón, el hombre ha sentido siempre la tentación de afirmar que toda vida es dolor, que todo lo nuestro se acaba resolviendo en dolor y toda alegría en realidad estaba preñada de él.” (Schopenhauer, 1956, p.56)

La escritura de Vallejo nos muestra circunstancias conducentes a afirmar que el sufrimiento es la estación de llegada donde estamos llamados a permanecer definitivamente, puesto que el fracaso es insuperable. Desde ese punto de vista, más valdría, entonces, resignarse.

Sin embargo, el dolor existe porque somos vivientes. En palabras de  Lewis (1994): “Si tratáramos de excluir el sufrimiento, o la posibilidad del sufrimiento que acarrea el orden natural y la existencia de voluntades libres, descubriríamos que para lograrlo sería preciso suprimir la vida misma.” (p.42)

Recordemos que si hay dolor, hay que ir al médico, a sanar la herida, a buscar remedio: “el dolor es una señal al servicio de la vida ante lo que representa una amenaza para ésta.” (Yepes, 1997, p.95) Frente el dolor hay que buscar la salud, y la salud es la armonía del alma, la armonía psicofísica del yo y su cuerpo. La armonía, al menos en el mundo clásico, era definida como cosmos, orden, belleza. El dolor viene a recordarle al hombre lo limitado de su ser, proyectándose hacia sí mismo, mientras se hinca la atención en la carne dolorida.

Pero actualmente parecería que nos encontramos en medio de una cultura en la que hay que evitar a toda costa el sufrimiento. Y como consecuencia se nos presentan medios técnicos para combatirlos, medios que no siempre puedan llegar a la dimensión moral de ese dolor. Erradicar el dolor es imposible. Sin embargo, amamos la comodidad, la ausencia de dolores, molestias y esfuerzos físicos, más que cualquier otra cosa precisamente porque soportamos mal el sufrimiento.

En una sociedad en la que la categoría máxima de felicidad es el bienestar (que nada te moleste, y que para ello te ahorres las metas arduas y los esfuerzos en general), las razones para afrontar el dolor no existen. Ante él las pocas respuestas que se pueden dar se dirigen a eludir la responsabilidad o la conciencia. Desde este punto de vista, el placer es lo que más se parece a la felicidad hoy en día. Es verdad que todos buscamos la felicidad pero ésta no consiste sólo en el placer.

La felicidad es también la vida buena, la vida lograda. Y para alcanzar este tipo de vida sólo existe un camino: forjarse hábitos encaminados al bien, lo que tradicionalmente llamamos virtudes.  Así pues, la lucha por llegar a practicar y vivir cada virtud en grado heroico es lo que nos hace verdaderamente felices. “La virtud se tiene en orden al bien, y éste es racional, y la razón, a su vez, activa y universal.” (Alvira, 2001, p.77) El sufrimiento no queda excluido mientras luchamos por alcanzar virtudes pero quien emprende ese camino percibe el beneficio obtenido con el sacrificio.

A menudo, la única salida que se ve al dolor es la de dejar de existir. Es decir, ya que se carece de respuesta a la pregunta por el sentido del dolor, lo único que se ve como adecuado es la eliminación del problema (el sujeto que sufre), no sea que nos plantee unas inquietudes ante las cuales no tengamos solución.

Lo primero que necesitamos saber para lidiar con el dolor es aceptarlo: el momento dramático de nuestra existencia. Las culturas de todos los tiempos han sabido asumir como drama este encarar el dolor, y lo han transformado en actitudes, gestos y ritos, adecuados a la gravedad del suceso, que sirven de cauce a la expresión de los sentimientos que en esas situaciones nos embargan. Como, por ejemplo, la exaltación de la valentía y de las formas de conducta adecuadas para vencer el miedo, o el duelo por el daño sufrido, en especial la muerte.

Lo dramático no es lo teatral, sino la expresión cultural o artística del dolor. Sin embargo, expresiones artísticas, por ejemplo la escritura de Vallejo, son dramáticas porque narran y representan situaciones intensamente dolorosas, y las reacciones de los hombres ante ellas. Y es que la realidad es dramática de por sí: la existencia humana transcurre en una tensión entre lo que vemos que deberíamos alcanzar y lo que realmente somos capaces de hacer, traspasada por una sensación de anhelo o de nostalgia por una perfección debida y que, de algún modo, se nos niega. Vivir no es fácil, es un ejercicio que cuesta y de suyo intenso.

Hölderlin decía que quién sabe sobreponerse a un dolor, sube más alto; quien acepta esa situación convierte el hecho doloroso en la tarea de reorganizar la propia vida contando con esa situación nueva que se ha hecho presente dentro de nosotros.

Si asumimos la verdad de la negación que es el sufrimiento, la vencemos. No tomamos lo que de negativo tiene de manera positiva, a fin de tener placer en ello. Si fuera así estaríamos sometidos. Más bien lo asumimos en su negatividad, y aunque nos molesta, pero no permitimos que nos venza, le vencemos nosotros.

Como es bien sabido, amar implica sacrificio, pero es imposible ser feliz sin amar. Nos encontramos, entonces, con la repetición: no hay felicidad sin sufrimiento. Pero el sentido de esa frase es completamente distinta. El amor es la permanente victoria de la vida sobre la muerte, mientras que la pura pasión es la constante victoria de la muerte sobre la vida.

Debemos concluir que el verdadero sentido del dolor y del sufrimiento, cuando se transforma en actitud de aceptación y en una tarea libremente asumida, nos hace más libres respecto de las circunstancias externas, “nos abre los ojos” al verdadero valor e importancia de las cosas. Eso se llama crecer. El verdadero resultado del sufrimiento es un proceso de maduración. “La maduración se basa en que el ser humano alcanza la libertad interior, a pesar de la dependencia exterior.” (Frankl, 1987, p. 255)

El dolor que se presenta en la escritura de Vallejo, pudo realizar en él, en un correcto sentido, una catarsis, una purificación, corporal y espiritual; pudo hacerlo menos dependiente de caprichos, elevarlo por encima de sí mismo, puesto que enseña a distanciarse de sus propios deseos. El sufrimiento, para tener sentido, no puede ser un fin en sí mismo. “Para poder afrontarlo, debo trascenderlo (…) El sufrimiento con plenitud de sentido es el sacrificio.” (Frankl, 1987, p. 258)

Lo que da sentido al dolor es el amor: se aguanta sufrir cuando se ama. Eso no significa buscarlo, gozarse en la queja y en la debilidad, sino sobrellevarlo en aras del ser amado y por la esperanza de alcanzar los bienes anhelados.

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