Durante mi corta experiencia como docente del área de lenguaje y literatura en universidades de Guatemala, siempre escuché quejas de parte de mis colegas profesores y de otras personas mayores sobre el hecho de que los jóvenes de hoy apenas leen. Ni literatura, ni periódicos. Salvo contadas excepciones, no leen. Así que cuando di por primera vez clases al respecto me sentía con una enorme presión, al sopesar cómo podría enseñar a escribir buenos informes a alumnos que jamás se interesaban por leer uno.

Mi reacción en medio de las quejas fue más bien de pensar qué hacer puesto que nadie lee por arte de magia, hay que enseñar a hacerlo pero, ¿cómo conseguimos no que los jóvenes lean, sino que se aficionen a la lectura (algo mucho más importante)?

La primera tentación es obligar a leer: “puesto que no sale de ti, muchacho, yo te lo mando”. Sin embargo, como nos recuerda Daniel Pennac en su recomendabilísimo ensayo “Como una novela”, obligar a leer casi siempre tiene efectos contrarios a los deseados. Si el profesor o el padre se empecinan en que lea cierto texto porque es un deber intelectual, tal vez conseguirán ciertamente que ese joven se familiarice con esa obra en concreto, pero probablemente estén alejándolo de la experiencia de la lectura como placer. Y esto último es lo fundamental.

Nosotros, los profesores, nos empeñamos en que los alumnos lean obras de calidad. Y esto sin duda es bueno. Pero me pregunto si no ha llegado el momento de plantearnos un reto previo: nuestro fin primero debe ser simplemente que lean. O, mejor dicho, tal y como apuntaba antes, que se aficionen a la lectura.

¿Y eso cómo se consigue? Me van a perdonar la siguiente frase que parece una cursilería: pero conseguiremos que los jóvenes lean “encendiendo el amor”, creo que es así como podemos lograrlo.

La palabra “aficionado” podemos sustituirla por un sinónimo francés: “amateur.” ¿Y qué es un “amateur”? Pues es un amante, una persona que ama algo o a alguien. En fin: alguien que hace las cosas por amor. Y todos conocemos casos de “amateurs” que, una vez convertidos en profesionales de una disciplina, pierden la ilusión y el placer que les movió en su día a enamorarse de una actividad. Ahora la hacen movidos por otras recompensas mucho más mundanas: el dinero, el reconocimiento y la obligación.

Frente a este planteamiento, debemos estimular en nuestros jóvenes el amor por las letras sin más. Enseñarles a que lo hagan con pasión, no por obligaciones ni ataduras. Debemos sembrar en ellos el deseo de leer. Un deseo similar al que, por lo visto, experimentan los artistas cuando les atrapa la necesidad de crear. Más o menos así lo cuenta en uno de sus escritos el compositor Igor Strawinsky: toda creación supone en su origen una especie de apetito que hace presentir el descubrimiento. A esta sensación anticipada del acto creador acompaña la intuición de una incógnita ya poseída, pero ininteligible, que no será definida sino merced al esfuerzo de una técnica vigilante.

Resumiendo: apetito, presunción de descubrimiento y esfuerzo. Esas son, según Strawinsky, las tres fases del proceso creador y, presumo, lo son también las de quien aprende a leer por amor. El amor por la lectura sólo nace en una persona cuando, en algún momento de su vida, experimenta el apetito de leer. Aquellos de ustedes que hayan percibido esa comezón en algún momento de sus vidas, ya saben a qué tipo de hambre me refiero. No viene precisamente del estómago. Además, es un apetito que va y vuelve. Y no pasa nada porque durante un tiempo se aleje de nosotros, si estamos saciados de otros entretenimientos o preocupaciones. Ya volverá. Pero, claro, para el día en que ese apetito reaparece conviene tener la despensa llena.

Piensen en esas casas que abundan hoy día, donde siempre hay espacio para un televisor estilo teatro en casa, pero en cambio no hay una miserable estantería con dos docenas de buenos libros. Estas viviendas son como refrigeradoras vacías para el día en que rebrota el apetito de leer. En el mejor de los casos, esas casas están llenas de seudo libros -ya saben, libros de autoayuda, best sellers y cosas por el estilo- que son a la literatura lo que la “fast-food” es a la comida. Cuando uno come comida basura tarda poco en volver a tener hambre. Las hamburguesas y los hot dog, ya se sabe, engordan pero no alimentan. Pues bien, con la literatura ocurre algo similar: cualquier lectura puede entretener pero no alimenta el espíritu.

Bien, pero volviendo al punto, supongamos que nos hemos tomado la molestia de surtir nuestra despensa literaria de unos cuantos buenos libros, de esos que alimentan el espíritu de verdad. El día en que nos surge el apetito de leer, tomaremos uno de ellos entre manos, casi al azar, y, muy probablemente, a las pocas líneas experimentaremos eso que Strawinsky denominaba la “presunción de descubrimiento.” Es decir, advertiremos que, tras el velo de las palabras, se adivina algo mucho más grande e importante. Veremos cómo se nos plantean preguntas esenciales que tal vez nunca nos hayamos planteado. E, incluso, advertiremos respuestas a esas cuestiones esenciales. Todo un hallazgo, en verdad.

Cuando uno llega a ese punto de revelación, acaba de ser atrapado por la verdadera literatura. Frente a la anorexia intelectual en la que se ha vivido, se comienza a experimentar una sensación de persona bien alimentada; de fortaleza y vigor mental. Las ideas se asocian unas con otras. El lenguaje se enriquece. Uno aprende historia, economía, política, etc. Y, lo que es mucho más importante, uno profundiza en los entresijos del ser humano. El crítico literario inglés Harold Bloom opina que para leer sentimientos humanos en lenguaje humano hay que ser capaz de leer humanamente, con todo el ser. He ahí la importancia de la lectura: es una actividad intelectual que nos humaniza. Nada más y nada menos.

A partir de ese descubrimiento, y en la línea de lo que decía nuestro compositor ruso, uno como profesor deber estar dispuesto a hacer los esfuerzos que hagan falta para enseñar a leer. Se trata de un proceso lento en el que se debe ir acostumbrando de a poco a un joven: hoy lee un cuento de 4 páginas y mañana se zambullirá en un océano de literatura como El Quijote o Crimen y castigo. Pero hay que hacerlo de forma paulatina, no pretendamos nosotros los profesores que un alumno de secundaria o universitario, que ni siquiera ha abierto un libro de literatura en su vida, lea el Quijote completo de una semana para otra.

Una vez que ayudamos a un joven a descubrir los beneficios que le puede dar el ejercicio de la lectura, él mismo se dará cuenta que el ser humano ha tenido siempre básicamente las mismas preguntas a los largo de los siglos, y encontrará en estas obras explicaciones del ser humano que antes no era capaz ni siquiera de advertir, valores permanentes, universos nuevos, y, por remotas que sean las obras en el tiempo o en el espacio, encuentra una sorprendente y misteriosa cercanía con su vida actual. Nuestro joven lector acaba de descubrir a los clásicos, en fin. Y aquel muchacho desinteresado por las letras acaba de apasionarse por una nueva afición, un nuevo amor: leer.

Pero, no seamos ilusos, llegar a este descubrimiento no deja de ser tarea compleja en un mundo como el actual. Vivimos rodeados de estímulos audiovisuales y de pantallas que nos asaltan a cada minuto. La televisión, las computadoras, los teléfonos celulares, los videojuegos… Y el paradigma de todo ello: Internet. Así que permítanme abordar aquí la segunda cuestión del presente trabajo: ¿cómo logramos que los jóvenes se aficionen a la lectura en un entorno en el que los medios audiovisuales e Internet acaparan su tiempo e interés? ¿Dónde hay espacio para la lectura reposada en medio de tantos fuegos artificiales?

Ciertamente, es difícil. Pero eso no debe llevarnos a atribuir la culpa a quien no la tiene. La razón de que los jóvenes no lean no es de las nuevas tecnologías, como algunos se empeñan en afirmar. Eso sería como matar al mensajero. En realidad, pienso que se trata de un problema más profundo. Esos medios audiovisuales otorgan a quiénes los contemplan una satisfacción inmediata y sin sacrificio. Frente a ese deleite fugaz e instantáneo, la lectura plantea un placer exigente. Da mucho más pero exige también mucho más. De entrada, el lector debe dedicar todo su tiempo y atención a la interpretación de un relato lingüístico silencioso. Y esto exige, entre otras cosas, la capacidad de abstraer ideas y de evocar lugares, situaciones y personajes a través únicamente de palabras. Este esfuerzo cuesta. Pero su recompensa es grande.

Quien se acostumbra a realizar esa gimnasia mental fortalece el más importante de sus órganos vitales (el cerebro) y ensancha lo más profundo de su persona (el espíritu).

Por eso, creo que es necesario recordar a los jóvenes que sin ese tipo de gimnasia, sin la lectura, se empobrecen. Aunque otro tipo de actividades culturales y medios de comunicación resultan, sin duda alguna, enriquecedores, la lectura reposada es básica para formarse como persona inteligente y rica de espíritu. Y conste que esto lo dice alguien que no reniega en absoluto de las nuevas tecnologías y de Internet en particular. Estoy convencida de que la red, con sus mil y un recursos y fuentes, ofrece una plataforma valiosísima para el enriquecimiento personal y colectivo. Internet es una ventana abierta al mundo, donde uno puede hallar tesoros informativos y documentales que, sin ella, quedarían lejos del alcance de los ciudadanos.

Pero sólo con Internet no basta. Y me temo que son cada vez más los jóvenes que creen que sí basta. No hay más que ver, por ejemplo, lo que ocurre con las bibliotecas: ya no son aquel lugar al que el estudiante acudía como único recurso donde documentarse sobre un tema y profundizar en él.

La red nos ofrece un vastísimo fondo de información, de datos. Sin embargo, los datos carecen de significado por sí mismos si no hay una mirada personal que los ponga en relación y los interprete. Buena parte de la información que circula por Internet es fragmentaria, inconclusa, en muchos casos falsa. En este sentido, Internet es la sublimación de la cultura del zapping. Por eso, si uno no dispone de un sólido criterio intelectual para distinguir el grano de la paja, quedará inerme ante la información que circula por ser incapaz de distinguir lo relevante de lo accesorio, lo conveniente de lo nocivo, lo verdadero de lo falso.

Ese tipo de criterio no lo da Internet por sí solo. La red es capaz de dar respuestas inteligentes, sí, pero sólo cuando el usuario sabe plantear preguntas pertinentes, del modo correcto a las fuentes adecuadas. Y esa pertinencia, corrección y adecuación es previa a Internet; debe formar parte del acervo intelectual del usuario. De momento, que se sepa, Google no es capaz de ordenarnos la cabeza.

Y la única medicina que ha probado durante siglos altos efectos terapéuticos para desarrollar el criterio es la lectura. Además, leer es una medicina que carece de contraindicaciones, y cuyos efectos secundarios son todos ellos positivos. Vacuna contra la intolerancia, amplía los horizontes vitales, descubre buenos mundos y, en fin, nos ayuda a ser mejores personas. Conozco pocas aficiones que den tanto por tan poco.

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