No es en Honduras, es el mundo entero que está en crisis económica, política, social y al hablar de cultura requiere situar la reflexión en este momento en que vivimos y en el contexto o escenario global así como en el marco de cambio de la época: marcada por una incertidumbre generalizada.
No podemos hablar de cultura sin referirnos a educación, a salud, a trabajo, a subsistencia y dignidad individual y colectiva. No podemos desconectar educación de cultura o de trabajo cuando todos sabemos que la dimensión cultural resulta hoy clave para poder afrontar las interrogantes sobre procesos productivos, sobre nuevas ocupaciones laborales, en las que predominan necesidades vinculadas a creatividad, innovación, adaptabilidad, aceptación de la diversidad, emprendedurismo, etc. Tampoco podemos desconectar cultura del tema de la democracia o de participación política, ya que la correlación entre nivel educativo y cultural y grado de seguimiento e implicación en las actividades y responsabilidades ciudadanas está más que demostrado.
A sabiendas de que vivimos intensamente los problemas derivados de la precariedad laboral, de la crisis de legitimidad y de confianza hacia las instituciones democráticas, de los debates sobre diversidad, de los efectos del cambio tecnológico que pone en entredicho muchos espacios, entidades y trabajos que antes resultaban necesarios y que ya no lo son tanto. Los lenguajes, las gramáticas que servían décadas atrás para afrontar muchos de esos dilemas, hoy parecen obsoletos e inservibles.
Cómo se construye una sociedad, por lo tanto, está determinado por factores sociales, económicos y políticos. Y esos factores son culturales. Cuál es la propia percepción de país y cómo se vive está mediada por valores culturales de cada una de las personas que lo habitan: por su condición social, ideología, lugar específico que se habita. La diversidad es lo que nos caracteriza.
Democratizar un país implica generar transparencia y participación en la producción de espacios urbanos. Más allá del debate sobre la necesidad o no de que exista una política cultural, es decir, una voluntad de intervención institucional en relación a la creación y al acceso a las distintas formas y expresiones culturales, lo cierto es que no es posible imaginar a una sociedad en específico sin referirnos a la cultura, entendida esta desde un concepto amplio.
Los componentes culturales de un país han sido, en este sentido, factores clave, al permitir conectar con la globalidad y mantener la especificidad. Por ejemplo, la fuerte y pujante industria del turismo es asimismo importante en este giro cultural que estamos comentando, al tratar de mostrar a las ciudades como espacios únicos a visitar.
En esta evolución del concepto de cultura urbana y de política cultural, la idea de creatividad ha ido asumiendo un rol importante. Cada país ha buscado diferenciarse desde la perspectiva del conocimiento y de la creatividad, para ser distintos pero igualmente atractivos. Así, diversos países en todo el mundo han ido construyendo su propio perfil y marca, usando distintos instrumentos, buceando en su historia, en sus componentes, y tratando de complementar o reconfigurar lo que ya tenían, para mejorar atractivo e imagen. Y en muchas de esas estrategias la cultura ha aparecido más como un activo económico que como elemento que permitiera mejorar la capacidad de acción de los individuos y colectivos, su inclusión plena en la vida urbana y su calidad de vida.
No se trata de menospreciar el peso que la cultura tiene hoy día en las dinámicas de desarrollo de cada país, ni tampoco olvidar su fuerte componente transformador tanto de los espacios urbanos como de las dinámicas sociales. Pero, al mismo tiempo, entender que ello no debe impedir pensar, en términos más integrales y democráticos, su configuración y sus objetivos. Incorporando la riqueza de las distintas versiones de cultura que coexisten en las ciudades y que deben ser reconocidas. Sin olvidar las culturas de la cotidianidad, surgidas de las distintas comunidades que conviven en cada ciudad.
Una política cultural debería potenciar la capacidad de sus habitantes, su autonomía personal y colectiva. Esta política cultural no puede quedar al margen de las dinámicas de desigualdad que siguen creciendo en muchos países como el nuestro y que por tanto deberá cuidar los problemas de acceso y la necesaria redistribución de recursos y capacidades educativas y culturales. No podríamos imaginar una política cultural que no se plantee hoy, acciones y estrategias que no partan del necesario reconocimiento de la heterogeneidad en todas sus vertientes y dimensiones.
Si respondemos de forma adecuada a estas cuestiones, entenderemos que autonomía, igualdad y diversidad son, desde este punto de vista, valores conceptuales que deberán estar presentes en una política cultural que quiera contribuir a los procesos de transformación social necesarios en pleno cambio de época.
Muchos de los elementos que caracterizaron a la sociedad industrial y que contribuyeron a la configuración de las políticas públicas en la segunda mitad del siglo XX están hoy en crisis. La propia idea de trabajo, la estructuración familiar, los formatos de agregación social, los ciclos vitales relacionados con las distintas edades, los espacios que monopolizaban la generación de conocimiento o las estructuras de intermediación tradicionales, son todos ellos elementos que están hoy en cuestión.
Y parece claro que el debate cultural, en el sentido de construcción de sentido y de visión, es más necesario que nunca. De ahí a hablar de derechos culturales sólo hay un paso. Un paso que nos conviene dar para ir más allá de conceptos como consumo cultural o acceso a la cultura, que sería quedarse solo con lo meramente superficial de esto.
Estos análisis y propuestas debería darnos respuestas y luces con respecto a acontecimientos actuales y sobre todo a saber cómo se contribuye desde la cultura a que un país sea menos dependiente, más abierto y que pueda decidir más autónomamente sobre su futuro.